Capítulo III

Pasados otros tres años. Madre Coraje cae prisionera, junto a una parte de un regimiento finés. Logra salvar a su hija, así co­mo su carreta, pero muere su hijo probo. La acción se desarrolla en el campamento de milicia. Tarde. De una viga cuelga la bandera del regimiento. Desde un gran ca­ñón hasta su carreta ricamente cargada con toda clase de mercancías—, MADRE CORAJE ha tendido una soga para colgar la ropa. Ella misma y su hija CATALINA están sobre el cañón, plegándola. Al mismo tiempo regatea con un INTENDENTE por un saco de balas. REQUESÓN vestido ahora con uniforme de pagador, los mira. IVETTE POTTIER, una linda personita, co­se un sombrero multicolor. Delante de ella hay un vaso de aguardiente. Lleva medias, y sus zapatos rojos, de tacón alto, están a su lado.

Intendente. Por dos florines le dejo las balas. Es barato. Es barato y yo necesito la plata, porque el Coronel está bebiendo hace dos días con sus oficiales y se le acabó el licor.

Madre Coraje. Esto es munición de la tropa. Si me la encuentran encima, voy derecho al tribunal militar. Estáis vendiendo las balas, canallas, y después la tropa no tiene que tirar al enemigo.

Intendente. No sea despiadada; una mano lava la otra.

Madre Coraje. No compro pertrechos del ejército. Al menos, no los compro a ese precio.

Intendente. Esta misma noche lo puede vender discreta­mente al Artillero del cuarto regimiento. Le da cinco, le da ocho florines, siempre que usted le dé un recibo por doce. Él ya no tiene ninguna clase de munición.

Madre Coraje. ¿Y por qué no lo hace usted?

Intendente. Porque no le tengo confianza: somos amigos.

Madre Coraje. (Coge el saco). Dámelo. (A Catalina). Llévalo para atrás y págale florín y medio. (Viendo que el Intendente protesta). Florín y medio he dicho. (Catalina arrastra la bolsa detrás de la carreta; el Intendente la si­gue) . (A su hijo Requesón). Ahí te devuelvo tus calzoncillos; cuídalos bien: ya estamos en octubre y pronto puede que sea otoño. Adrede he dicho "puede" y no que "va a ser", porque he aprendido que no hay nada que tenga que ser, ni siquiera las estaciones del año. Lo que no debe cambiar es tu caja de regimiento, pase lo que pase. ¿Está en orden tu caja?

Requesón. Sí, madre.

Madre Coraje. No te olvides que te nombraron pagador, porque eres probo y no temerario como tu hermano y, sobre todo, porque eres sencillote y no se te ocurrirá siquiera el escaparte con ella. Tú no lo harás. Eso me tranquiliza. Y no vayas a perder el calzoncillo.

Requesón. No, madre, lo pongo debajo del colchón. (Quiere irse).

Intendente. Me voy contigo, Pagador.

Madre Coraje. ¡Y no le vaya a enseñar sus mañas!

(Sin saludar el oficial Intendente se va con Requesón).

Ivette. (Saludándole con la mano) ¡Podrías saludar, In­tendente!

Madre Coraje. (A Ivette). No me gusta verlos juntos. Es mala compañía para mi Requesón. Pero lo que es la gue­rra, no está resultando mala. Hasta que se hayan metido todos los países, puede durar sus buenos cuatro o cinco años. Con un poco de visión y nada de imprudencia hago mis bue­nos negocios. ¿No sabes que no debes beber por la mañana, con tu enfermedad?

Ivette. ¿Quién dijo que yo estoy enferma? ¡Eso es ca­lumnia!

Madre Coraje. Lo dicen todos.

Ivette. Y todos mienten. Ando toda desesperada, Ma­dre Coraje, porque todos me esquivan como a pescado podrido, por culpa de esas mentiras. ¡Para qué estoy arreglan­do mi sombrero! (Lo arroja de sí). Por eso bebo por la ma­ñana; antes nunca lo hacía, porque produce arrugas; pero ahora todo me da lo mismo. En el Segundo Finés me cono­cen todos. Más me valiera haberme quedado en casa, cuando me traicionó el primero que tuve. El orgullo no ha sido he­cho para nosotras; hay que saber tragar porquerías; si no, nos vamos cuesta abajo.

Madre Coraje. Bueno, a ver si no empiezas de nuevo a contar la historia de tu Pieter y de cómo sucedió todo, en presencia de mi hija doncella.

Ivette. ¡Que lo oiga no más, que lo oiga, para que apren­da a rechazar el amor!

Madre Coraje. Ninguna lo aprende.

Ivette. Entonces lo cuento para aliviarme. Empieza con que me crié en la hermosa tierra de Flandes; de no haber sido así, jamás le hubiese conocido y no estaría ahora aquí, en Polonia, porque él era un cocinero de campaña, rubio, un holandés, pero delgado. Cuídate de los flacos, Cata­lina; pero en aquel entonces yo no lo sabía, y tampoco sa­bía que ya tenía a otra y que, de por sí, le llamaban Pieter el de la pipa, porque, al hacerlo, no sacaba la pipa de la boca, tan corriente le resultaba.

(Canta la Canción de la fraternización):

Diecisiete yo contaba,

cuando entró el invasor.

Pronto sus sables guardó:

me tendió su mano franca.

Pues, después de la oración,

la noche de abril llegó.

El regimiento acuartelado

tamborileaba cual es de uso;

se nos llevó tras un arbusto

y allí fraternizamos.

Muchos invasores fueron,

cocinero el mío fue.

Yo, de día, bien le odié.

De noche le amaba, empero.

Pues, después de la oración,

llega la noche de amor.

El regimiento acuartelado

tamborileaba cual es de uso:

me lleva él tras un arbusto

y allí fraternizamos.

El amor que yo sentía

era un poder celestial.

Mi gente no comprendía

lo de amar en vez de odiar.

Pues, un día a la oración,

mi tormento comenzó.

El regimiento acuartelado

tamborileaba cual es de uso:

mi amor y los demás intrusos

de allí se han marchado.

Y para mi desgracia le seguí y nunca volví a encontrarle, ya hace de ello cinco años.

(Vase, tambaleando, detrás de la carreta).

Madre Coraje. Te olvidas tu sombrero.

Ivette. Que se quede con él quien quiera.

Madre Coraje. Tómalo pues, como lección, Catalina. No te metas nunca con la soldadesca. El amor es un poder celes­tial, te lo advierto. Hasta con aquellos que no son del ejér­cito resulta una cruz. Te dicen que besarían el suelo donde posaste los pies —a propósito: ¿te los lavaste ayer?— y después te convierten en su criada. Feliz tú, que eres muda; por lo menos no te contradices nunca, y nunca te vendrán ganas de morderte la lengua por haber dicho la verdad. Es un regalo de Dios eso de ser muda. Pero ahí viene el coci­nero del Mariscal: ¿qué querrá ése?

(Vienen el Cocinero y el Capellán).

Capellán. Le traigo un mensaje de su hijo, de Eilif, y el cocinero vino conmigo: parece que usted le impresio­nó bien.

Cocinero. Sólo vine para respirar una bocanada de aire.

Madre Coraje. Eso podrá hacerlo aquí cuando quiera, siempre que se comporte debidamente. Y entre paréntesis: sé cómo arreglármelas con vosotros. ¿Qué quiere, pues? Pla­ta no tengo.

Capellán. En rigor de verdad, tengo un encargo para el hermano, para el señor Oficial Pagador.

Madre Coraje. Aquí no está, y tampoco está en otro lado. Eilif no ha de ser el pagador de su hermano. Que no le meta en tentación y no se haga el astuto con él. (Le da dinero de su bolso). Déle eso: es un pecado especular con el amor materno; vergüenza debiera darle.

Cocinero. No tardará mucho y se pondrá en marcha con el regimiento, y quién sabe si no va a la muerte. ¿Por qué no le da un poco más, que después se arrepentirá de no haberlo hecho? Así sois las mujeres: duras, pero después os arrepentís. Una copita de aguardiente no hubiese significado nada en aquel entonces, pero no fue dada; y quién sabe si después no estará bajo tierra y, por más que andéis escar­bándola, no le haréis volver.

Capellán. No se enternezca, Cocinero. Caer en esta guerra es una gracia y no un inconveniente. ¿Por qué? Porque es una guerra de la religión. No es una guerra vul­gar, sino una especial, que se lleva a cabo por la religión y, por lo tanto, es grata a Dios.

Cocinero. Así es. Por un lado es una guerra en que se extorsiona, se saquea y se acuchilla —amén de violar un poquillo—: pero se distingue de todas las demás guerras por ser una guerra de religión. Eso es claro. Mas también pro­duce sed, no podrá menos que reconocerlo.

Capellán. (A la Madre Coraje, señalando al Cocinero). He tratado de disuadirlo; pero dice que usted se le metió en la cabeza, que sueña con usted.

Cocinero. (Enciende una pipa corta). No exijo nada ma­lo, tan sólo una copita de aguardiente servida por mano her­mosa. Y ya tengo bastante castigo con haber andado el ca­mino al lado del capellán, que me hacía unos chistes co­mo para ponerme rojo de vergüenza.

Madre Coraje. ¡Y pensar que viste hábito! Os tendré que dar de beber; si no, sois capaces de hacerme una pro­posición indecente, de puro aburridos.

Capellán. He allí la tentación, dijo el predicador de la corte, y fue preso de ella. (Yendo con Madre Coraje, se da vuelta para mirar a Catalina). ¿Y quién es esta seductora personita?

Madre Coraje. No es ninguna personita, sino persona decente.

(El Capellán y el Cocinero siguen a Madre Co­raje y desaparecen detrás de la carreta. Catalina les sigue con la mirada y, dejando la ropa, se acerca al sombrero. Lo levanta y se lo pone, calzándose también los zapatos rojos. De atrás se oye a Madre Coraje, politiqueando con el Capellán y el Cocinero).

Madre Coraje. Mejor habría sido que los de aquí, en Po­lonia, no se hubiesen entrometido. Verdad es que nuestro rey los invadió con hombres, caballos y cañones; pero en lugar de mantener la paz, los polacos se entrometieron en sus propios asuntos y atacaron al rey, cuando estaba inva­diendo con toda tranquilidad. De esa manera se hicieron culpables de violación de la paz, y toda la sangre cae so­bre ellos.

Capellán. Nuestro rey sólo ansiaba la libertad. El Em­perador los tenía sojuzgados a todos, a los polacos tanto como a los alemanes, y nuestro rey tuvo que liberarlos.

Cocinero. A mí me parece —su aguardiente es de pri­mera, ya me doy cuenta de que no me equivoqué al juzgarla por el aspecto—, pero ya que estamos hablando del rey, me parece que la libertad que quiso llevar a Alemania le salió muy cara al rey, puesto que tuvo que sancionar el impuesto a la sal en Suecia, lo que les salió muy caro a las pobres gentes, como he dicho, y encima hizo encarcelar y descuar­tizar a los alemanes, porque tenían apego a la esclavitud en que los tenía el Emperador. En efecto, cuando uno no que­ría ser libre, el rey se enojaba de veras. Primero sólo quiso proteger a Polonia de gente mala, y del Emperador; pe­ro luego, con el comer le creció el apetito y ya quiso pro­teger a toda Alemania. Y se le opusieron con bastante bravura. De ese modo el buen rey no tuvo otra cosa en pago de su bondad que disgustos y gastos y ésos tuvo que cubrir­los con impuestos, lo cual, a su vez, produjo descontento; pe­ro él no se intranquilizó por tan poca cosa. Lo que tiene en su favor es el Verbo de Dios y eso está muy bien. Porque de otro modo habrían dicho que lo hace para sí mismo y para luchar. Pero así siempre tuvo la conciencia limpia, y eso es lo más importante.

Madre Coraje. Se nota que usted no es sueco. Si lo fuese, hablaría de otro modo de nuestro heroico rey.

Capellán. Después de todo, usted come su pan.

Cocinero. Yo no lo como, yo se lo horneo.

Madre Coraje. Derrotado no puede ser, como que su gente cree en él. (Con seriedad). Si uno oye hablar a los grandes señores, parecería que sólo hacen las guerras por temor de Dios y por todo lo que es bueno y hermoso. Pero si uno se fija bien, resulta que no son tan necios, y que ha­cen la guerra por el beneficio propio. Y la gente pequeña como yo, tampoco se movería, si no fuese por eso.

Cocinero. Así es.

Capellán. Y usted, como holandés, haría bien en mi­rar qué bandera es esta, antes de emitir opiniones en Polonia.

Madre Coraje. Aquí somos buenos evangélicos, siempre. ¡Salud! (Catalina se está paseando, ostentando el sombrero de Ivette e imitando su manera de andar. Óyense de pron­to retumbar cañones y sonar disparos. Redoblan tambores. Madre Coraje, el Cocinero y el Capellán salen corriendo detrás de la carreta, los dos últimos con sendas copas en las manos. El Intendente viene a toda prisa, seguido de un soldado, y ambos empujan el cañón, tratando de lle­várselo). ¿Qué pasa? ¡Primero tengo que sacar mi ropa, ca­nalla! (Trata de poner a salvo su ropa).

Intendente. ¡Los católicos! ¡Un asalto! No sabemos si va­mos a poder escapar. (Al soldado). Llévate tú la pieza. (Él se escapa).

Cocinero. ¡Dios mío, tengo que ir con mi Mariscal! Otro día vendré, Coraje, y seguiremos la conversación. (Sale corriendo).

Madre Coraje. ¡Oiga, se olvida su pipa!

Cocinero. (De lejos). ¡Guárdemela! La necesito.

Capellán. Bien, yo también me voy. Claro que si el enemigo está tan cerca... podría resultar peligroso. Bien­aventurados los pacíficos, se dice en la guerra. Si al menos tuviese una capa...

Madre Coraje. Yo no alquilo capas, ni aunque me cues­te la vida. He tenido malas experiencias.

Capellán. Pero yo estoy en peligro especial, debido a mi religión.

Madre Coraje. (Le busca una capa). Lo hago contra mi conciencia. Váyase pues.

Capellán. Muchas gracias, es un gesto noble de su parte. Pero prefiero quedarme sentado aquí. Podría desper­tar sospechas y atraer al enemigo sobre mí si me ven corriendo.

Madre Coraje. (Al soldado). Déjalo donde está, ¿quién te lo ha de pagar? Yo te lo guardo, y a ti te cuesta la vida.

Soldado. (Escapándose). Usted puede atestiguar que lo intenté.

Madre Coraje. Lo juro. (Ve a su hija con el sombrero). ¿Qué haces con ese sombrero de puta? ¿Quieres sacarte en­seguida ese trapo, o te has vuelto loca? ¿Ahora, cuando vie­ne el enemigo? (Le arranca el sombrero de la cabeza). ¿Quieres que te descubran y que te vuelvan puta? ¡Y tam­bién se ha puesto los zapatos esta babilónica! ¡Fuera esos zapatos! (Quiere quitárselos). ¡Jesús, ayúdeme, señor Ca­pellán, para que se quite los zapatos!

(Corre hacia la carreta).

Ivette. (Viene empolvándose). ¿Qué dicen, que vienen los católicos? ¿Dónde está mi sombrero? ¿Quién me lo an­duvo pisoteando? No puedo andar vestida así, cuando vengan los católicos. ¿Qué pensarán de mí? Tampoco tengo espejo. (Al Capellán). ¿Qué tal estoy? ¿Demasiado polvo?

Capellán. Así está perfectamente.

Ivette. ¿Y dónde están los zapatos rojos? (No los en­cuentra, porque Catalina oculta los pies debajo de la falda). Los he dejado aquí. ¡Tengo que irme descalza a mi tienda! ¡Qué vergüenza!

(Vase, viene corriendo Requesón, llevando una arquilla pequeña).

Madre Coraje. (Vuelve con las manos llenas de cenizas). (A Catalina). Aquí hay cenizas. (A Requesón). ¿Qué lle­vas ahí?

Requesón. La caja del regimiento.

Madre Coraje. ¡Tírala! Se acabaron las pagas!

Requesón. ¡Me ha sido confiada! (Vase para atrás).

Madre Coraje. Quítate el hábito, Capellán, que si no, te reconocen a pesar de la capa. (Embadurna la cara de Catalina con las cenizas). ¡Quieta! Así, un poquito de mu­gre y estás a salvo. ¡Qué desgracia! Los centinelas del cam­pamento estaban borrachos. Se ha dicho que hay que ser humilde con los dones que una tiene. Juntad un soldado, sobre todo si es católico, con una cara limpia, y ya tenemos una puta más. Durante semanas no les dan de tragar, y si después consiguen algo por medio del pillaje, en seguida caen sobre las mujeres. Bueno, ya está. Deja que te mire. No está mal. Como si te hubieses revolcado en roña. No tiembles. Así no te puede pasar nada. (A Requesón). ¿Dónde está la caja?

Requesón. Creí que lo mejor sería dejarla en tu carreta.

Madre Coraje. (Espantada) ¿Qué? ¿En mi carreta? ¡Es una estupidez que ofende a los cielos! ¡Apenas se aparta una! ¡Nos cuelgan a los tres!

Requesón. Entonces la escondo en otra parte o me es­capo con ella.

Capellán. (Desde el fondo, a medio desvestir). ¡Dios Santo, la bandera!

Madre Coraje. (Baja la bandera del regimiento). Clé­rigo cobarde! Ni me fijé. Hace veinticinco años que la tengo.

(El rugir de los cañones se hace más fuerte).

. . . . . . . . . .

De mañana, tres días después. El cañón ha sido sacado. Madre Coraje, Catalina, el Capellán y Requesón están sentados juntos, comiendo acongojados.

Requesón. Ya es éste el tercer día que estoy holgaza­neando aquí, y el señor sargento que siempre ha condes­cendido conmigo, empezará a preguntarse: ¿dónde andará el Requesón con la arquilla de las soldadas?

Madre Coraje. Conténtate con que no te hayan aga­rrado.

Capellán. ¿Y qué he de decir yo? Yo tampoco puedo oficiar aquí. Si lo hiciera, ¡pobre de mí! Dicen que el que tiene el corazón lleno se le desborda por la boca, pero, ¡ay, si se me llegase a desbordar a mí!

Madre Coraje. Así es. Tengo sentados aquí a dos: uno tiene una religión y el otro una caja. No sé cuál de las dos cosas es más peligrosa.

Capellán. Lo que pasa es que ahora estamos en las manos de Dios.

Madre Coraje. No creo que estemos perdidos ya, pero no por eso logro dormir de noche. Si no estuvieses tú, Re­quesón, nos sería más fácil. Yo creo habérmelas arreglado ya. Les he dicho que estoy en contra del Anticristo, del Sue­co, aquel que tiene cuernos en la cabeza; que yo se los he visto y que el izquierdo está un poco rayado. En medio de la interrogación les pregunté en dónde podría conseguir cirios a un precio decente. Supe decirlo con mucha naturalidad, porque el padre de Requesón era católico y más de una vez me hacía algún chiste sobre eso. No me lo creyeron del todo, pero como no tienen cantineras con el regimiento, lo dejaron pasar por verdad. En una de ésas, hasta puede re­sultarnos beneficioso. Somos prisioneros, pero estamos como el piojo dentro de la piel.

Capellán. La leche es buena. En lo que se refiere a las cantidades, tendremos que moderar nuestro apetito sue­co. Después de todo somos los derrotados.

Madre Coraje. ¿Quiénes son los derrotados? Porque no siempre caen juntas las victorias y las derrotas de los gran­des señores, allí arriba, con las de la gente común de aquí abajo. De ninguna manera. Hasta hay casos en que las derrotas son beneficiosas para los de abajo. Se ha perdido el honor, pero nada más que eso. Me acuerdo que una vez, por tierras lituanas, nuestro Mariscal recibió una pali­za tal del enemigo que, en la confusión, llegó a mis ma­nos un tordillo del bagaje, que me estuvo tirando del carro durante siete meses, hasta que después vencimos y hubo revisión. En general, se puede decir que a nosotros la gente común nos resultan bastante costosas tanto la victo­ria como la derrota. Para nosotros lo mejor es que la política se quede medio estancada. (A Requesón). ¡Come!

Requesón. No tengo ganas. ¿Cómo se arreglará el Sar­gento para pagar la soldada?

Madre Coraje. En la retirada no se paga soldada alguna.

Requesón. Sí, se paga, porque les corresponde. Sin sol­dada no tienen por qué huir. Ni un paso tienen que dar.

Madre Coraje. Requesón, tus escrúpulos llegan a es­pantarme. Te he enseñado a ser probo, porque no eres avis­pado, pero debe haber un límite. Me voy ahora con el capellán a comprar una bandera católica y carne. No hay quien pueda elegir la carne como él, con esa seguridad que parece de sonámbulo. Me parece que nota la bondad en un trozo de carne porque se le hace agua la boca. Menos mal que me permiten andar cambalacheando. Un merca­chifle no pregunta por la religión, y sí, en cambio, por el precio. Y un par de calzones protestantes, aunque sean tales, no por eso dejan de abrigar.

Capellán. Es como dijo el monje mendicante cuando se le contó que los luteranos iban a poner todo cabeza abajo en campos y ciudades: "Mendigos siempre harán falta". (Madre Coraje desaparece en la carreta). Se preocupa por la arquilla. Hasta ahora no hemos llamado la atención, como si perteneciésemos todos a la misma carreta, ¿más por cuánto tiempo será?

Requesón. Puedo llevarla a otro lado.

Capellán. Eso casi es más peligroso. ¡Si te viese al­guien! Tienen soplones. Ayer por la mañana se me apare­ció uno, saliendo de la zanja, mientras yo estaba haciendo mis necesidades. Me asusté y apenas pude contener un... rezo. Y eso me hubiese traicionado. Creo que hasta hus­mearían los excrementos para colegir por el olor si uno es protestante. El soplón era un canalla bajito, con una ven­da en un ojo.

Madre Coraje. (Bajando, con una cesta, de la carreta). ¿Qué es lo que encontré, mujerzuela desvergonzada? (Le­vanta triunfalmente los zapatos rojos). ¡Los rojos zapatos de tacón de la Ivette! ¡Con toda sangre fría se los birló! ¡Porque usted le metió en la cabeza que es una persona atractiva! (Los coloca en la cesta). ¡Yo se los devuelvo! ¡Robarle los zapatos a la Ivette! Esa se arruina por dinero, lo que comprendo. Pero tú quieres hacerlo de balde, para divertirte. Siempre te he dicho que esperes hasta que haya paz. ¡Todo menos un soldado! Espera hasta que se haga la paz.

Capellán. No creo que sea coqueta.

Madre Coraje. Por poco que sea, siempre es demasiado. Lo mejor sería que fuese como una piedra en Dalarme, don­de no hay otra cosa, y que la gente dijese de ella: a esa achaparrada ni se la nota. Mientras sea así, no le pasará nada. (A Requesón). Y tú dejas esa arquilla donde está, ¿me oyes? Cuida a tu hermana, que bien lo necesita. Me sacaréis canas verdes aún. Mejor sería cuidar un saco lleno de pulgas.

(Vase con el Capellán. Catalina quita la va­jilla).

Requesón. Ya no serán muchos los días en que se podrá estar sentado al sol, en mangas de camisa. (Catalina se­ñala un árbol). Sí, las hojas ya están amarillas. (Catalina le pregunta con gestos si desea beber). No bebo. Estoy pensando. (Pausa). Dice que no duerme. Tendré que lle­varme la arquilla. Ya le encontré un escondrijo. Sí, tráeme un vaso. (Catalina desaparece detrás de la carreta). La guardo en la topera junto al río, hasta que pueda ir a buscarla. Quizá vaya esta misma noche, alrededor de la madrugada, y la lleve al regimiento. Después de todo, ¿cuán lejos pueden haber huido en tres días? ¡Y el señor Sargento pondrá una cara! Me has sorprendido agradablemen­te, Requesón, dirá. Te confío la caja y tú me la traes de vuelta.

(Cuando Catalina vuelve de la carreta, con una copa llena, se encuentra ante dos hombres. El primero es un Sargento, el segundo se saca el sombrero ante ella. Lleva una venda sobre un ojo).

El de la venda. ¡Dios la salude, estimada señorita! ¿No ha visto por aquí a uno que es del cuartel del Segundo Finés?

(Catalina corre hacia delante, muy asustada, derra­mando el aguardiente. Los hombres se miran y retroceden, después de haber visto a Requesón, sentado).

Requesón. (Vuelve en sí de sus meditaciones). Has de­rramado la mitad. ¿Qué clases de piruetas haces? ¿Te has golpeado un ojo? No te comprendo. También tengo que ir­me, me he decidido, es lo mejor. (Se levanta. Ella intenta todo para hacerle notar el peligro. El sólo la rechaza). Qui­siera saber qué es lo que quieres decir. Seguramente tienes buenas intenciones, pobre animal, pero no puedes expre­sarte. ¡Qué importa si derramaste el aguardiente! Aún he de beber más de un vaso, y uno menos no importa. (Saca de la carreta la arquilla y la cubre con su chaqueta). Bien sé que tienes buenas intenciones. ¡Ojalá pudieses hablar!

(Como ella le quiere retener, él la besa y se desprende de ella. Se va. Ella está desesperada, viene y va corriendo, articulando leves sonidos. Vuelven el Capellán y Madre Coraje. Catalina asedia a su madre).

Madre Coraje. ¿Qué hay? ¿Qué hay? Si estás toda des­compuesta. ¿Alguien te hizo algo? ¿Dónde está Requesón? Cuéntamelo bien, Catalina. Tu madre te comprende. ¿Que el bastardo se llevó no más la arquilla? Se la tiraré por la cabeza al disimulado. Tómate el tiempo necesario, y no charles, habla con las manos; no me gusta que estés aullan­do como un perro, ¿qué ha de pensar el Capellán? ¿No ves que le dan escalofríos? ¿Un tuerto estuvo por aquí?

Capellán. Es un soplón ese tuerto. ¿Cogieron al Re­quesón? (Catalina sacude la cabeza, se encoge de hombros). Estamos perdidos.

Madre Coraje. (Saca de la cesta una bandera católica, que el Capellán anuda al mástil). ¡Ice la bandera nueva!

Capellán. (Amargamente). Aquí somos buenos católi­cos, siempre.

(Atrás óyense voces. Los hombres traen a Requesón).

Requesón. Soltadme, no llevo nada encima. No me re­tuerzas el hombro, soy inocente.

Sargento. Aquí es donde vives. Vosotros sois conocidos.

Madre Coraje. ¿Nosotros? ¿De dónde?

Requesón. No los conozco. Quién sabe qué clase de gen­te es. No tengo nada que ver con ellos. He comprado un almuerzo aquí; diez dineros me costó. Puede que me hayáis visto sentado por aquí. Demasiada sal también le pusieron.

Sargento. ¿Quiénes sois vosotros, eh?

Madre Coraje. Gente decente. Es verdad: compró una comida aquí. Le pareció demasiado salada.

Sargento. ¿Nos queréis hacer creer que no os conocéis?

Madre Coraje. ¿Cómo le he de conocer? No conozco a todo el mundo. No pregunto a nadie cómo se llama ni si es un hereje. Si paga, no es hereje. ¿Eres un hereje?

Requesón. En absoluto.

Capellán. Estuvo sentado por ahí lo más decentemen­te, y no abrió la boca para nada. Excepto para comer, y en­tonces no podría menos que abrirla.

Sargento. ¿Y quién eres tú?

Madre Coraje. Es mi mozo tabernero, nada más. Y vos­otros seguramente estáis sedientos. Os traeré un vaso de aguardiente; seguramente habéis corrido y estáis sofocados.

Sargento. Nada de aguardiente, estando de servicio. (A Requesón). Tú te llevaste algo. Debes haberlo escondido junto al río. Tenías la chaqueta abultada cuando te fuiste de aquí.

Madre Coraje. ¿Están seguros que era ése?

Requesón. Me parece que habláis de otro. Yo he visto saltar a uno, que tenía la chaqueta abultada. Yo soy otro.

Madre Coraje. También lo creo. Es un malentendido. Eso suele pasar. Conozco a las gentes; soy la Coraje —ha­bréis oído de mí—: a mí todo el mundo me conoce, y os digo que éste tiene cara decente.

Sargento. Estamos corriendo detrás de la caja de re­gimiento del Segundo Finés. Y sabemos qué cara tiene el que la guarda. Hace dos días que lo andamos buscando. Es ése.

Requesón. No lo soy.

Sargento. Si no la entregas estás perdido; lo sabes, ¿no? ¿Dónde está?

Madre Coraje. (Insistente) Él la entregaría, sabiendo que está perdido. En el acto diría: la tengo allí, aquí está, sois más fuertes que yo. No es tan tonto. Habla, pues, bestia estúpida; el señor Sargento te da un asidero.

Requesón. Pero yo no la tengo.

Sargento. Vente, pues, con nosotros. No tardaremos en saberlo.

Madre Coraje. (Grita tras ellos). ¡Él lo diría! ¡no es tan tonto! ¡Y no le retorzáis el hombro! (Corre tras ellos)

. . . . . . . . . .

Al anochecer del mismo día. El Capellán y la muda Catalina lavan copas y limpian cuchillos.

Capellán. Casos como éste, en que agarran a uno, no son desconocidos en la historia religiosa. Recuerdo la Pasión de nuestro Señor y Redentor. Hay una vieja canción sobre eso.

(Canta la Canción de las horas):

Temprano al nacer el día,

humilde, al Señor llevaron,

igual que a un asesino,

frente a Pilato, el pagano.

Quien le encontró sin culpa

alguna de muerte, inocente,

y por eso le mandó,

del rey Herodes, enfrente.

A las tres lo azotaron

al Hijo de Dios, y hundieron

en su frente las espinas

de una corona que hicieron.

Vestido con sorna y befa,

allí mismo le golpeaban,

y a la cruz para su muerte

él mismo hubo de llevarla.

A las seis, desnudo y pobre,

en la cruz se le clavó,

en la que vertió su sangre,

rezando con gran dolor.

Los mirones se reían,

también los crucificados

hasta que el Sol retiró,

de aquellas cosas, sus rayos.

Gritó Jesús a las nueve,

de su abandono dolióse.

Hiel amarga con vinagres,

luego, en la boca, goteóle.

Expiró su mente entonces,

y tembló la tierra toda.

Se rasgó el telón del Templo.

Se rajó más de una roca.

Y a la tarde se quebró,

a los ladrones los huesos.

Y a Jesús, con un chuzazo,

un costado le abrieron.

De do salió sangre y agua;

hiciéronlo por escarnio.

De aquella manera al Hijo

del Hombre nos han tratado.

Madre Coraje. (Viene toda alterada). Se juega la vida o la muerte. Pero dicen que con el Sargento puede hablarse. Sólo que no debemos revelar que se trata de nuestro Requesón, porque si no dirán que lo hemos encubierto. Todo es cuestión de dinero. ¿Pero de dónde sacamos el dinero? ¿No estuvo Ivette por aquí? La encontré en el camino; ya se pescó a un coronel; quizás él le compre una vivandería.

Capellán. ¿De veras quiere vender?

Madre Coraje. ¿De dónde sacaré el dinero para el Sar­gento?

Capellán. ¿Y de qué va a vivir?

Madre Coraje. Ahí está el problema.

(Vienen Ivette Pottier y un Coronel viejísimo).

Ivette. (Abrazando a Madre Coraje). ¡Querida Coraje, qué dicha encontrarnos de nuevo tan pronto! (Murmura). Él estaría dispuesto. (En voz alta). Este es mi buen amigo que me asesora en materia de negocios. Porque he oído casual­mente que usted quiere vender su carreta, debido a circuns­tancias especiales. Yo tendría interés.

Madre Coraje. La empeñaría; venderla, no. No tanta prisa, que una carreta como ésta no vuelve a conseguirse así no más en tiempos de guerra.

Ivette. (Desilusionada). ¿Empeñar? Yo creí que la ven­día. Entonces no sé si me interesa. (Al Coronel). ¿Qué te parece?

Madre Coraje. Solamente la empeño.

Ivette. Creí que necesitaba plata.

Madre Coraje. (Con firmeza). Necesito plata; pero pre­fiero caminar, hasta perder los callos, buscando otra oferta, y no venderla en seguida. Como que vivimos de la carreta. Es una oportunidad para ti; Ivette; quién sabe si encuentras otra así y si entonces tienes a un querido amigo que te asesore, ¿no es así?

Ivette. Sí, mi amigo dice que acepte pero yo no sé. Si sólo es empeñada... Tú también opinas que es mejor com­prarla, ¿no?

Coronel. También lo opino.

Madre Coraje. Entonces búscate algo que se venda; qui­zá lo encuentres, si te tomas el tiempo necesario y sigues buscando con tu amigo, digamos durante una o dos semanas. Entonces podrías encontrar algo apropiado.

Ivette. Pues bien: entonces iremos a buscarlo; a mí me gusta andar por aquí y por allá buscando; a mí me gusta ir contigo, Leopoldito; es un gran placer, ¿no es así? ¡Aunque dure dos semanas! ¿Y cuándo piensa devolver la plata, si es que se la doy?

Madre Coraje. Puedo pagar en dos semanas, quizá en una.

Ivette. No puedo decidirme; Poldi, chéri, aconséjame tú. (Lleva aparte al Coronel). Sé que debe vender; en cuanto a eso no hay cuidado. Y el alférez, el rubio —tú lo conoces— me quiere prestar la plata de mil amores. Anda loco por mí; dice que le recuerdo a alguien. ¿Qué me aconsejas?

Coronel. Cuidado con ése; es un hombre malo. Se apro­vecha. Te he dicho que yo te compro algo, ¿no es así, gatita?

Ivette. No puedo aceptarlo de ti. Claro que si crees que el alférez podría aprovecharse... lo aceptaría de ti, Poldi.

Coronel. Así me gusta.

Ivette. ¿Me lo aconsejas?

Coronel. Te lo aconsejo.

Ivette. (Volviendo junto a la Coraje). Mi amigo me lo aconseja. Fírmeme un recibo y que la carreta es mía con todos los enseres, pasadas las dos semanas. En seguida la revisamos, y los doscientos florines se los traigo después. (Al Coronel). Tendrás que volver solo al campamento; yo te sigo. Tengo que revisar todo, para que no falte nada en mi carreta. (Le besa. El se va. Ella sube a la carreta). ¡Qué pocas botas que tiene!

Madre Coraje. Ivette, ahora no es momento de revisar tu carreta, siendo así que es tuya. Me has prometido hablar con el Sargento en pro de mi Requesón y no hay minuto que perder. He oído que en una hora estará ante el Tribunal Militar.

Ivette. Déjame que recuente tan sólo las camisas de lienzo.

Madre Coraje. (Tirándole de la falda hasta hacerla ba­jar). ¡Fiera que eres, hiena, se juega la vida del Requesón! Y no vayas a decir ni una palabra sobre quién hizo la oferta; di que es tu amante, en nombre del Cielo, que si no, esta­mos perdidos todos por haberle encubierto.

Ivette. He citado al tuerto en el bosque. Seguramente ya se encuentra allí.

Capellán. Y que no sean los doscientos enteros sin más ni más; no ofrezca más que ciento cincuenta, que también eso será suficiente.

Madre Coraje. ¿Acaso es suyo el dinero? Le ruego no meterse en este asunto. Pierda cuidado, que no le ha de fal­tar su sopa de ajos. Corre y no te andes con regateos, que se juega la vida. (Empuja a Ivette y ésta desaparece).

Capellán. No quise entrometerme, pero ¿de qué vamos a vivir? Usted tiene una hija encima, incapaz de ganarse la vida.

Madre Coraje. Cuento con la caja del regimiento, sa­bihondo. Supongo que le concederán, al menos, los gastos.

Capellán. ¿Le parece que ella lo sabrá arreglar?

Madre Coraje. Tiene su interés en ello: quiere que yo me gaste sus doscientos a fin de quedarse ella con la carre­ta. Le tiene apetito, porque quién sabe cuánto tiempo podrá retener al Coronel. Catalina, limpia los cuchillos, toma piedra pómez. Y usted, no se esté ahí como Jesús en el Monte de los Olivos; muévase, haga algo, lave las copas. Esta noche vienen cincuenta de ligeros, por lo menos, y no tengo ninguna gana de escuchar, como de costumbre, lo de "No estoy acostumbrado a correr tanto. ¡Mis pobres pies!; cuando oficiaba, no corría". Creo que van a soltarle. A Dios gracias, son venales. Después de todo, no son lobos: son hu­manos y corren tras la plata. La venalidad en los hombres es lo mismo que la misericordia en Dios. La venalidad es nuestra última probabilidad. Mientras exista, habrá senten­cias benignas, y hasta los inocentes podrán salvarse en el Tribunal.

Ivette. (Viene jadeando). Sólo quieren hacerlo por dos­cientos. Y tiene que ser pronto. Dentro de poco ya no estará en manos de ellos. Lo mejor será que me vaya en seguida con el tuerto a lo de mi Coronel. Dicen que le pusieron las empulgueras, y que entonces confesó haber tenido la ar­quilla. Pero la tiró al agua, en cuanto notó que andaban tras él. La arquilla se perdió. ¿Quiere que vaya corriendo a lo de mi Coronel y busque la plata?

Madre Coraje. ¿Qué la arquilla se perdió? ¿Y cómo voy a recuperar mis doscientos?

Ivette. ¡Ah! ¿Usted quería sacarlos de la arquilla? ¡Lin­da manera de engatusarme por poco! No se haga ilusiones. Tendrá que soltar la plata si quiere salvar al Requesón. ¿O prefiere que deje todo el asunto para que usted pueda quedarse con su carreta?

Madre Coraje. Yo no contaba con eso. No insistas tanto, ya conseguirás tu carreta, ya te la abandono; más de die­ciséis años la tuve. Pero déjame pensar un poquito; esto me cayó encima de repente. Con algo debo quedarme entre las manos; si no, cualquiera puede hundirme en la zanja. Ve y diles que quiero dar ciento veinte florines, y si no quieren, no hay caso. Con eso ya perdería la carreta.

Ivette. No lo van a hacer. Así como así, el tuerto siem­pre está de prisa y mirando en derredor de puro agitado. ¿No será mejor darles los doscientos enteros?

Madre Coraje. (Desesperada). No puedo darlos. Duran­te treinta años estuve trabajando. Y ésa ya tiene veinticinco, y todavía está sin marido. También debo cargar con ella. No insistas, que yo sé lo que hago. Diles que ciento veinte; y si no quieren, no hay caso.

Ivette. Usted sabrá.

(Vase precipitadamente. Madre Co­raje no mira ni al Capellán ni a su hija, y se sienta para ayudar a Catalina en la limpieza de los cuchillos).

Madre Coraje. No me rompa las copas; ya no son nues­tras. Mira lo que haces, que te vas a cortar. El Requesón va a volver y, si fuese necesario, también daré los doscientos. Ya te devolveré a tu hermano. Con ochenta florines carga­mos un carrito de mercancías y empezamos de nuevo desde un principio. En todas partes se cuecen habas.

Capellán. El Señor lo dispondrá para bien, dicen las Escrituras.

Madre Coraje. Séquelas bien.

(Limpia en silencio los cuchillos. De pronto, Catalina corre sollozando a ocultarse detrás de la carreta).

Ivette. (Viene corriendo). No quieren hacerlo. Yo se lo advertí. El tuerto quiso irse en el acto, porque ya no tie­ne sentido. Dijo que de un momento a otro van a batir el tambor, y que entonces la sentencia está fallada. Les ofrecí ciento cincuenta. Ni siquiera se encogió de hombros. A du­ras penas logré que esperase hasta que yo vuelva, después de hablar con usted.

Madre Coraje. Dile que doy los doscientos. Corre. (Ivet­te sale corriendo. Los tres permanecen sentados, en silencio. El Capellán ha dejado de limpiar las cosas). Me va pa­reciendo que regateé demasiado tiempo.

(De lejos se oye el tambor. Se hace de noche. Calla el tambor. Sale el sol. Madre Coraje está sentada aún, inmóvil).

Ivette. (Aparece muy pálida). Por fin lo ha logrado usted con sus negociados, y también la carreta seguirá sien­do suya. Once balas le han dado y nada más. Usted no me­rece que le demuestre alguna inclinación. Con todo he oído por ahí que ellos no creen que la arquilla esté de veras en el río. Sospechan que está aquí y que, de por sí, usted tuvo algo que ver con él. Quieren traerle para acá, a ver si usted se delata cuando le vea. Le advierto que no le reconozca, porque si lo hace, estáis perdidos todos. Me están pisando los talones, mejor es que lo vaya sabiendo. ¿Quiere que me la lleve a Catalina? (Madre Coraje sacude la cabeza) ¿Lo sabe ella? Quizá no haya oído el tambor. O no lo haya com­prendido.

Madre Coraje. Ella sabe. Tráela no más.

(Ivette busca a Catalina, que se dirige hacia su madre y se queda al lado de ella. Madre Coraje la toma de la mano. Llegan dos lans­quenetes, llevando unas angarillas, sobre las que yace algo, tapado con una sábana. Al lado marcha el Sargento. Colo­can las angarillas en el suelo).

Sargento. Aquí hay uno, del cual no sabemos el nombre. Tenemos que anotarle, sin embargo, para que todo esté en orden. A ti te compró una comida. Mírale, a ver si le reconoces. (Quita la sábana). ¿Le reconoces? (Madre Coraje sacude la cabeza). ¿Qué, nunca le has visto, cuando te com­pró una comida? (Madre Coraje sacude la cabeza). Levan­tadle y tiradle sobre el muladar. No hay quien le conozca.

(Se lo llevan).